lunes, 20 de septiembre de 2010

FLORECILLAS 3

Cómo San Francisco,
queriendo hablar al hermano Bernardo,
lo halló todo arrebatado en Dios
El devotísimo siervo del Crucificado, San Francisco, con el rigor de la penitencia y el continuo llorar, había quedado casi ciego y no veía apenas (3). Una vez, entre otras, partió del lugar en que estaba y fue a otro lugar (4), donde se hallaba el hermano Bernardo, para hablar con él de las cosas divinas; llegado al lugar, supo que estaba en el bosque en oración, todo elevado y absorto en Dios. San Francisco fue al bosque y le llamó:
-- ¡Ven y habla a este ciego!
Y el hermano Bernardo no le respondió. Es que estaba con la mente absorta y elevada en Dios, por ser hombre de grande contemplación. Y por lo mismo que tenía gracia particular para hablar de Dios, como lo había comprobado muchas veces San Francisco, deseaba hablar con él. Al cabo de un rato le llamó segunda y tercera vez de la misma manera, pero tampoco ahora le oyó el hermano Bernardo, por lo cual no respondió ni vino a su encuentro. En vista de esto, San Francisco se volvió un tanto desconsolado, muy extrañado y quejoso en su interior de que el hermano Bernardo, habiéndole llamado tres veces, no hubiera venido a su encuentro.
Retiróse con este pensamiento San Francisco, y cuando se hubo alejado un poco, dijo a su compañero:
-- Espérame aquí.
Y se fue a un lugar solitario próximo; se postró en oración, pidiendo al Señor que le revelase por qué el hermano Bernardo no le había respondido. Estando así, le vino una voz de Dios que le dijo:
-- ¡Oh pobre hombrecillo! ¿Por qué te has turbado? ¿Acaso debe dejar el hombre a Dios por la creatura? El hermano Bernardo, cuando tú lo llamabas, estaba conmigo, y por eso no podía ir a tu encuentro ni responderte. No te extrañes, pues, de que no pudiera hablarte, ya que estaba tan fuera de sí, que no oía ninguna de tus palabras.
Recibida esta respuesta de Dios, San Francisco volvió en seguida apresuradamente a donde estaba el hermano Bernardo para acusarse humildemente del pensamiento que había tenido acerca de él.
Al verlo venir hacia sí, el hermano Bernardo le salió al encuentro y se echó a sus pies. San Francisco le obligó a levantarse y le contó con gran humildad el pensamiento y la gran turbación que había tenido contra él y cómo el Señor le había reprendido por ello. Y terminó:
-- Te ordeno, por santa obediencia, que hagas lo que voy a mandarte.
El hermano Bernardo, temiendo que San Francisco le impusiera alguna cosa demasiado fuerte, como solía hacerlo, quiso buenamente evitar aquella obediencia, y le respondió:
-- Estoy pronto a obedecerte, si tú me prometes también hacer lo que yo te mande.
San Francisco se lo prometió. Y dijo el hermano Bernardo:
-- Di entonces, Padre, lo que quieres que yo haga.
-- Te mando por santa obediencia -dijo San Francisco- que, para castigar mi presunción y el atrevimiento de mi corazón, al echarme yo ahora boca arriba, me pongas un pie sobre el cuello y el otro sobre la boca, y así pasarás tres veces de un lado al otro insultándome y despreciándome; sobre todo, me dirás: «¡Aguanta ahí, bellaco, hijo de Pedro Bernardone! ¿De dónde te viene a ti semejante soberbia, siendo una vilísima creatura?» (5).
Oyendo esto el hermano Bernardo, aunque le resultaba muy duro ejecutarlo, para no sustraerse a la santa obediencia, cumplió con la mayor delicadeza que pudo lo que San Francisco le había mandado. Cuando terminó, le dijo San Francisco:
-- Ahora mándame lo que quieres que yo haga, ya que he prometido obedecerte.
-- Te mando, por santa obediencia -dijo el hermano Bernardo-, que siempre que estemos juntos me corrijas y reprendas ásperamente de mis defectos.
San Francisco se asombró de esto, ya que el hermano Bernardo era de tanta santidad, que le inspiraba grande respeto y no lo encontraba digno de reprensión en ninguna cosa. Por esta razón, en adelante San Francisco procuraba no estar mucho con él, a causa de dicha obediencia, a fin de no verse obligado a decir palabra alguna de corrección a quien reconocía adornado de tanta santidad; cuando le venía el deseo de verlo o de oírle hablar de Dios, se apartaba de él lo antes que podía y se iba. Causaba grandísima devoción ver con qué caridad, miramiento y humildad el padre San Francisco trataba y hablaba al hermano Bernardo, su hijo primogénito.
En alabanza y gloria de Cristo. Amén.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

FLORECILLAS 2

Cómo messer Bernardo,
primer compañero de San Francisco,
se convirtió a penitencia
El primer compañero de San Francisco fue el hermano Bernardo de Asís, cuya conversión fue de la siguiente manera: San Francisco vestía todavía de seglar, si bien había ya roto con el mundo, y se presentaba con un aspecto despreciable y macilento por la penitencia; tanto que muchos lo tenían por fatuo y lo escarnecían como loco; sus propios parientes y los extraños lo ahuyentaban tirándole piedras y barro; pero él soportaba pacientemente toda clase de injurias y burlas, como si fuera sordo y mudo. Messer Bernardo de Asís, que era de los más nobles, ricos y sabios de la ciudad, fue poniendo atención en aquel extremo desprecio del mundo y en la gran paciencia de San Francisco ante las injurias, y, viendo que, al cabo de dos años de soportar escarnios y desprecios de toda clase de personas, aparecía cada día más constante y paciente, comenzó a pensar y decirse a sí mismo:
-- Imposible que este Francisco no tenga grande gracia de Dios.
Y así, una noche lo convidó a cenar y a dormir en su casa. Y San Francisco aceptó; cenó y durmió aquella noche en casa de él.
Entonces, messer Bernardo quiso aprovechar la ocasión para comprobar su santidad. Le hizo preparar una cama en su propio cuarto, alumbrado toda la noche por una lámpara. San Francisco, con el fin de ocultar su santidad, en cuanto entró en el cuarto, se echó en la cama e hizo como que dormía; poco después se acostó también messer Bernardo y comenzó a roncar fuertemente como si estuviera profundamente dormido. Entonces, San Francisco, convencido de que dormía messer Bernardo, dejó la cama al primer sueño y se puso en oración, levantando los ojos y las manos al cielo, y decía con grandísima devoción y fervor: «¡Dios mío, Dios mío!» Y así estuvo hasta el amanecer, diciendo siempre entre copiosas lágrimas: «¡Dios mío!», sin añadir más (2). Y esto lo decía San Francisco contemplando y admirando la excelencia de la majestad divina, que se dignaba inclinarse sobre el mundo en perdición, y se proponía proveer de remedio, por medio de su pobrecillo Francisco, a la salud suya y de tantos otros. Por esto, iluminado de espíritu de profecía, previendo las grandes cosas que Dios había de realizar mediante él y su Orden y considerando su propia insuficiencia y poca virtud, clamaba y rogaba a Dios que con su piedad y omnipotencia, sin la cual nada puede la humana fragilidad, viniera a suplir, ayudar y completar lo que él por sí mismo no podía.
Messer Bernardo veía, a la luz de la lámpara, los actos de devoción de San Francisco, y, considerando con atención las palabras que decía, se sintió tocado e impulsado por el Espíritu Santo a mudar de vida. Así fue que, llegado el día, llamó a San Francisco y le dijo:
-- Hermano Francisco: he decidido en mi corazón dejar el mundo y seguirte en la forma que tú me mandes.
San Francisco, al oírle, se alegró en el espíritu y le habló así:
-- Messer Bernardo, lo que me acabáis de decir es algo tan grande y tan serio, que es necesario pedir para ello el consejo de nuestro Señor Jesucristo, rogándole tenga a bien mostrarnos su voluntad y enseñarnos cómo lo podemos llevar a efecto. Vamos, pues, los dos al obispado; allí hay un buen sacerdote, a quien pediremos diga la misa, y después permaneceremos en oración hasta la hora de tercia, rogando a Dios que, al abrir tres veces el misal, nos haga ver el camino que a Él le agrada que sigamos.
Respondió messer Bernardo que lo haría de buen grado. Así, pues, se pusieron en camino y fueron al obispado. Oída la misa y habiendo estado en oración hasta la hora de tercia, el sacerdote, a ruegos de San Francisco, tomó el misal y, haciendo la señal de la cruz, lo abrió por tres veces en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Al abrirlo la primera vez salieron las palabras que dijo Jesucristo en el Evangelio al joven que le preguntaba sobre el camino de la perfección: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y luego ven y sígueme (Mt 11,21). La segunda vez salió lo que Cristo dijo a los apóstoles cuando los mandó a predicar: No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni calzado, ni dinero (Mt 10,9), queriendo con esto hacerles comprender que debían poner y abandonar en Dios todo cuidado de la vida y no tener otra mira que predicar el santo Evangelio. Al abrir por tercera vez el misal dieron con estas palabras de Cristo: El que quiera venir en pos de mí, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16,24). Entonces dijo San Francisco a messer Bernardo:
-- Ahí tienes el consejo que nos da Cristo. Anda, pues, y haz al pie de la letra lo que has escuchado; y bendito sea nuestro Señor Jesucristo, que se ha dignado indicarnos su camino evangélico.
En oyendo esto, fuese messer Bernardo, vendió todos sus bienes, que eran muchos, y con grande alegría distribuyó todo a los pobres, a las viudas, a los huérfanos, a los peregrinos, a los monasterios y a los hospitales. Y en todo le ayudaba, fiel y próvidamente, San Francisco.
Viendo uno, por nombre Silvestre, que San Francisco daba y hacía dar tanto dinero a los pobres, acuciado de la codicia, dijo a San Francisco:
-- No me has terminado de pagar aquellas piedras que me compraste para reparar las iglesias; ahora que tienes dinero, págamelas.
San Francisco se sorprendió de semejante avaricia, y, no queriendo altercar con él, como verdadero cumplidor del Evangelio, metió las manos en la faltriquera de messer Bernardo y, llenándolas de monedas, las hundió en la de messer Silvestre, diciéndole que, si más quisiera, más le daría.
Messer Silvestre quedó satisfecho y se fue con el dinero a casa. Pero por la noche, al recordar lo que había hecho durante el día, se arrepintió de su avaricia y se puso a pensar en el fervor de messer Bernardo y en la santidad de San Francisco; a la noche siguiente y por otras dos noches recibió de Dios esta visión: de la boca de San Francisco salía una cruz de oro, cuya parte superior llegaba hasta el cielo, mientras que los brazos se extendían del oriente al occidente. Movido por esta visión, dio, por amor de Dios, todo lo que tenía y se hizo hermano menor; y llegó en la Orden a tanta santidad y gracia, que hablaba con Dios como un amigo habla con su amigo, como lo comprobó repetidas veces San Francisco y se dirá más adelante.
Asimismo, messer Bernardo recibió de Dios tanta gracia, que con frecuencia era arrebatado en Dios durante la contemplación; y San Francisco decía de él que era digno de toda consideración y que era él quien había fundado esta Orden, porque fue el primero en abandonar el mundo sin reservarse cosa alguna, sino dándolo todo a los pobres de Cristo; él fue el iniciador de la pobreza evangélica al ofrecerse a sí mismo, despojado totalmente, en los brazos del Crucificado.
El cual sea bendecido de nosotros por los siglos de los siglos. Amén.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Florecillas 1

Los doce primeros compañeros de San Francisco
Primeramente se ha de considerar que el glorioso messer San Francisco, en todos los hechos de su vida, fue conforme a Cristo bendito; porque lo mismo que Cristo en el comienzo de su predicación escogió doce apóstoles, llamándolos a despreciar todo lo que es del mundo y a seguirle en la pobreza y en las demás virtudes, así San Francisco, en el comienzo de la fundación de su Orden, escogió doce compañeros que abrazaron la altísima pobreza.
Y lo mismo que uno de los doce apóstoles de Cristo, reprobado por Dios acabó por ahorcarse, así uno de los doce compañeros de San Francisco, llamado hermano Juan de Cappella, apostató y, por fin, se ahorcó. Lo cual sirve de grande ejemplo y es motivo de humildad y de temor para los elegidos, ya que pone de manifiesto que nadie puede estar seguro de perseverar hasta el fin en la gracia de Dios.
Y de la misma manera que aquellos santos apóstoles admiraron al mundo por su santidad y estuvieron llenos del Espíritu Santo, así también los santísimos compañeros de San Francisco fueron hombres de tan gran santidad, que desde el tiempo de los apóstoles no ha conocido el mundo otros tan admirables y tan santos. En efecto, alguno de ellos fue arrebatado hasta el tercer cielo, como San Pablo, y éste fue el hermano Gil; a otro, el hermano Felipe Longo, le fueron tocados los labios con una brasa, como al profeta Isaías; otro, el hermano Silvestre, hablaba con Dios como lo hace un amigo con su amigo, como lo hacía Moisés; otro volaba con la sutileza de su entendimiento hasta la luz de la sabiduría divina como el águila, o sea, Juan Evangelista, y éste fue el humildísimo hermano Bernardo, que explicaba con gran profundidad la Sagrada Escritura; otro fue santificado por Dios y canonizado en el cielo cuando aún vivía en la tierra, y éste fue el caballero de Asís hermano Rufino (1).
Y así, todos se distinguieron por singulares señales de santidad, como se irá viendo seguidamente

cántico de las criaturas