viernes, 5 de noviembre de 2010

Abel nos menciona en su ultimo articulo

¡NO TE CONFORMES!
Señor, ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya.
Inunda mi alma de espíritu y vida. Brilla a través de mí, y mora en mí
de tal manera que todas los que entren en contacto conmigo puedan
sentir tu presencia en mi alma. Haz que me miren y ya no me vean a
mí sino solamente a ti, Señor. Quédate conmigo y entonces
comenzaré a brillar como brillas Tú; a brillar para servir de luz a los
demás a través de mí.
La luz, Señor, irradiará toda de Ti; no de mí; serás Tú quien
ilumine a los demás a través de mí. Permíteme pues alabarte de la
manera que más te gusta, brillando para quienes me rodean. Haz que
predique sin predicar, no con palabras sino con mi ejemplo, por la
fuerza contagiosa, por la influencia de lo que hago, por la evidente
plenitud del amor que llena mi corazón.
Amén.
Durante los meses veraniegos, y aún durante las primeras semanas de
otoño, han sido miles los jóvenes que han pasado por Asís para visitar los
“lugares santos franciscanos”. Muchos de estos jóvenes, a nivel individual o
junto a un grupo de referencia, llegaron desde España: Valencia, Madrid,
Cataluña, País Vasco… De manera especial quisiera recordar al grupo de
jóvenes y familias de las Hermanas Franciscanas de la Misericordia.
Seguramente fueron muchos y variados los motivos que a unos y a
otros les condujeron hasta aquí… Lo cierto es que muy pocos volvieron a casa
indiferentes después de “cruzarse” con el Santo de Asís y visitar con
sobrecogimiento cada uno de los lugares por lo que pasó Francisco dejando su
huella inconfundible. S. Damián, que evoca los inicios solitarios y difíciles del
camino y aquel encuentro con Cristo crucificado y resucitado que le cambió la
vida. Rivotorto, la pobrísima morada que recuerda la dureza pero a la vez la
“alegría sin igual” del primer grupo de hermanos reunidos entorno a
Francisco, y el servicio a los leprosos. Santa María de la Porciúncula, que nos
habla del amor especial de Francisco hacia la Madre del Señor, en quien
encontró siempre refugio y cobijo, aliento y fuerza, protección y gracia, y
también del punto de partida y de retorno después de recorrer pueblos y
caminos anunciando la penitencia y la paz de Cristo. Sin olvidar el silencio y las
horas transcurridas “cara a cara con el Señor” y, sin duda, también en la lucha
contra el “enemigo”, en el eremitorio de las Cárceles… Pero sobre todo la
Tumba, ¡qué lugar de gracia!
Cada vez que nos ponemos ante la Tumba de Francisco y abrimos
nuestro corazón de hermano a hermano… sentimos que hemos sido creados
para algo grande y que no podemos conformarnos con pequeñas y fugaces
alegrías momentáneas, las cuales, una vez terminadas, dejan amargura en el
corazón. Escuchando a Francisco, que no habla nunca de si mismo,
descubrimos que Dios nos ha creado con vistas al “para siempre”; ha puesto
en el corazón de cada uno de nosotros la semilla de una vida que realice algo
bello y grande. Y que para ello es necesario tener la valentía de hacer
elecciones definitivas y de vivirlas con fidelidad. El amor que Francisco
encontró no es un amor confinado en el pasado, no es un espejismo, no está
reservado a pocos: fue el amor de Cristo, ¡que no pasa nunca y que cambia la
vida! Para realizarlo, el Señor podrá llamarnos al matrimonio, al sacerdocio, a
la vida consagrada, a una entrega particular de nosotros mismos:
respondámosle con generosidad y sin miedo.
Asís, Basílica superior de S. Francisco durante un encuentro de jóvenes

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Enlaces de interés

           Buon giorno, buona gente!

           Os dejo aquí algunos enlaces que he encontrado, con textos para descargar e información de interés:

           http://www.asissarea.org/index.php/es/que-es  Ésta es una red social con temas de espiritualidad franciscana.

           http://www.fratefrancesco.org/01.htm Éste ya lo conocéis, aquí hay varios textos para descargar en pdf, entre ellos los escritos completos de Francisco.

           http://www.statveritas.com.ar/Libros/Libros-INDICE.htm Buscando poemas de san Juan de la Cruz, me encontré con esta página. Contiene muchos y diversos documentos para descargar. Están también los textos completos de Clara y mil cosas más sobre espiritualidad, teología, historia... las sisters podrán recomendarnos alguna lectura, porque aquí yo me pierdo.

           Besos y abrazos.

           Luis.

viernes, 22 de octubre de 2010

PROPUESTA PARA EL PUENTE DE DICIEMBRE

Hola chic@s desde la sección de Santa Cruz os hacemos participes de que, ya que este año no ha sido posible hacer HURDES (uy ¿por que habra sido?), y debido a la demanda de nuestras chicas, hemos pensado en ir a Hurdes en el puente de diciembre.
Como es natural os ofrecemos estas mini-Hurdes a todos y eso si os pedimos que quien querais venir lo penseis y nos lo digais a Eva o Alicia o a mi (Miguel Angel).
Bueno deciros que lo de la demanda de las chicas es un poco escusa porque nosotros también tenemos monete de ver a aquella maravillosa gente. Quien sabe igual nos encontramos como el año pasado con Isaias (quien no sepa quien es que le pregunte a Alicia) y por supuesto que habra que hacer una visitilla a Juan.

Pese a que este encuentro con Hurdes tiene mucho de festivo, porque celebramos la vida y el encuentro con hermanos pequeños, También queremos que Hurdes sea para nosotros lo que para el Poverello Monte Casalle, La Foresta... Que estas Hurdes sea un encuentro con amigos y un encuentro dentro de nosotros mismos  con.... que lo diga Pablete:
copiright Madrecorage & padreartista inc..


Bueno para terminar os dejo un planete de Hurdes para que recordeis.....



¡Qué sentimientos de humildad, amor y agradecimiento debieron de inundar tu corazón en aquel momento... contemplando la humildad, el amor y el agradecimiento.

lunes, 18 de octubre de 2010

HOJA OFS ANDALUCIA

http://www.fratefrancesco.org/noticias/OFS_Andalucia/Escribe%20hermano%20Leon%20n%C2%BA%2050.pdf

FLORECILLAS 5

Cómo San Francisco bendijo al hermano Bernardo
antes de morir
Era tal la santidad del hermano Bernardo, que San Francisco le profesaba gran respeto y muchas veces lo alababa. Estando un día San Francisco en devota oración, le fue revelado por Dios que el hermano Bernardo, por permisión divina, habría de sostener muchas y duras batallas de parte de los demonios; por lo que San Francisco tuvo grande compasión de él, pues lo amaba como a un hijo; y por muchos días oró con lágrimas, rogando a Dios por él y recomendándolo a Jesucristo para que obtuviera victoria contra el demonio. Un día que oraba con esa devoción, le respondió el Señor:
-- No temas, Francisco, porque todas las tentaciones con que ha de ser combatido el hermano Bernardo son permitidas por Dios para ejercicio de su virtud y para corona de sus méritos. Y acabará obteniendo victoria de todos los enemigos, ya que él es uno de los comensales del reino de Dios.
Esta respuesta le dio a San Francisco grandísima alegría, y dio gracias a Dios. Y desde entonces sintió hacia él cada vez mayor amor y respeto.
Y bien se lo demostró, no sólo durante la vida, sino también en el trance de la muerte. Estando, en efecto, San Francisco para morir y viéndose, como el santo patriarca Jacob, rodeado de sus hijos, acongojados y llorosos por la partida de un padre tan amable, preguntó:
-- ¿Dónde está mi primogénito? Acércate, hijo mío, para que te bendiga mi alma antes de que yo muera.
Entonces, el hermano Bernardo dijo al oído al hermano Elías, que era vicario de la Orden:
-- Padre, ponte a la mano derecha del Santo para que te bendiga.
Y, colocándose el hermano Elías a la mano derecha, San Francisco, que había perdido la vista por el demasiado llorar, posó la mano derecha sobre la cabeza del hermano Elías y dijo:
-- No es ésta la cabeza de mi primogénito el hermano Bernardo.
Entonces, el hermano Bernardo se le acercó por la mano izquierda, y San Francisco cruzó las manos, poniendo la derecha sobre la cabeza del hermano Bernardo y la izquierda sobre la cabeza del hermano Elías, y dijo al hermano Bernardo:
-- Bendígate el Padre de nuestro Señor Jesucristo con toda bendición espiritual y celestial, porque tú eres el primogénito elegido en esta santa Orden para dar ejemplo evangélico en el seguimiento de Cristo mediante la pobreza evangélica, pues no sólo diste todo lo tuyo y lo distribuiste total y libremente a los pobres por amor de Cristo, sino que te ofreciste a ti mismo en esta Orden en sacrificio de suavidad. Seas, pues, bendito de nuestro Señor Jesucristo y de mí, siervo suyo pobrecillo, con bendición eterna, en tu caminar y en tu reposar, despierto y dormido, en vida y en muerte. Quien te bendiga sea lleno de bendición y quien te maldiga no quede sin castigo. Sé el jefe de tus hermanos y a tu mandato obedezcan todos ellos; ten facultad para recibir candidatos a la Orden y para expulsar a los que tú quieras; y ningún hermano tenga potestad sobre ti y tengas libertad para ir y estar donde te agrade (1).
Después de la muerte de San Francisco, los hermanos amaron y respetaron al hermano Bernardo como a venerable padre. Cuando estaba para morir, acudieron muchos hermanos de diversas partes del mundo; entre ellos, aquel angélico y divino hermano Gil, el cual, al ver al hermano Bernardo, le dijo con alegría:
-- ¡Sursum corda, hermano Bernardo, sursum corda!
Y el santo hermano Bernardo encargó secretamente a un hermano que preparase al hermano Gil un lugar apto para la contemplación; y así se hizo.
Y cuando el hermano Bernardo se halló en la hora de la muerte, hizo que lo incorporasen y habló en estos términos a los hermanos que tenía delante:
-- Hermanos carísimos: no os diré muchas palabras; pero quiero recordaros que vosotros vivís la misma vida religiosa que yo he vivido; y un día os hallaréis en el mismo estado en que yo ahora me hallo. Y os digo, como lo siento en mi alma, que no querría, ni por mil mundos como éste, haber dejado de servir a nuestro Señor Jesucristo y a vosotros. Os suplico, hermanos míos carísimos, que os améis los unos a los otros.
Después de estas palabras y otras buenas enseñanzas, se extendió en la cama, y su rostro apareció resplandeciente y alegre en extremo, de lo que todos los hermanos se maravillaron. En medio de aquel gozo, pasó su alma santísima, coronada de gloria, de la vida presente a la vida bienaventurada de los ángeles (2).
En alabanza y gloria de Cristo. Amén.

lunes, 4 de octubre de 2010

FLORECILLAS 4

Cómo un ángel propuso una cuestión al hermano Elías,
y, respondiéndole éste con orgullo,
fue a referírselo al hermano Bernardo
 (6)
En los comienzos de la fundación de la Orden, cuando aún eran pocos los hermanos y no habían sido establecidos los conventos, San Francisco fue, por devoción, a Santiago de Galicia, llevando consigo algunos hermanos; entre ellos, al hermano Bernardo (7). Yendo así juntos por el camino, encontraron en un país a un pobre enfermo; San Francisco, compadecido, dijo al hermano Bernardo:
-- Hijo mío, quiero que te quedes aquí a servir a este enfermo.
El hermano Bernardo, arrodillándose humildemente e inclinando la cabeza, recibió la obediencia del Padre santo y se quedó en aquel lugar, mientras San Francisco siguió con los demás compañeros para Santiago.
Llegados allí, se hallaban durante la noche en oración en la iglesia de Santiago, cuando le fue revelado por Dios a San Francisco que tenía que fundar muchos conventos por el mundo, ya que su Orden se había de extender y crecer con una gran muchedumbre de hermanos. Esta revelación movió a San Francisco a fundar conventos en aquellas tierras. Y, volviendo San Francisco por el mismo camino, encontró al hermano Bernardo, y con él al enfermo, con el que lo había dejado, perfectamente curado. Por lo cual, San Francisco, al año siguiente, dio permiso al hermano Bernardo para ir a Santiago.
San Francisco se retiró al valle de Espoleto, y estaba en un eremitorio juntamente con el hermano Maseo, el hermano Elías y algunos otros, todos los cuales tenían buen cuidado de no molestarle ni distraerle mientras oraba; y esto por la gran reverencia que le profesaban y porque sabían que Dios le revelaba cosas grandes en la oración.
Sucedió un día que, estando San Francisco orando en el bosque, llegó a la puerta del eremitorio un joven apuesto y hermoso con atuendo de viaje, que llamó con tanta prisa, tan fuerte y tan largo, que los hermanos se alarmaron ante tan extraño modo de llamar. Fue el hermano Maseo a abrir la puerta y dijo al joven:
-- ¿De dónde vienes, hijo, que llamas de esa forma? Parece que no has estado nunca aquí.
-- Pues ¿cómo hay que llamar? -respondió el mancebo.
-- Da tres golpes pausadamente, uno después de otro -le dijo el hermano Maseo-; después espera hasta que el hermano haya tenido tiempo para rezar el padrenuestro y llegue; si en este intervalo no viene, llama otra vez.
-- Es que tengo mucha prisa -repuso el mancebo-, y he llamado tan fuerte porque tengo que hacer un viaje largo. He venido aquí para hablar con el hermano Francisco, pero él está ahora en contemplación en el bosque y no quiero molestarle; pero anda haz venir al hermano Elías, que quiero hacerle una pregunta, pues he oído decir que es muy sabio.
Fue el hermano Maseo y dijo al hermano Elías que aquel joven quería estar con él. Pero el hermano Elías se incomodó y no quiso ir. El hermano Maseo quedó sin saber qué hacer ni qué respuesta dar al joven: si decía que el hermano no podía ir, mentía; y si decía cómo se había incomodado y no quería ir, temía darle mal ejemplo. Viendo que el hermano Maseo tardaba en volver, el joven llamó otra vez lo mismo que antes. A poco llegó el hermano Maseo a la puerta y dijo al mancebo:
-- No has llamado como yo te enseñé.
-- El hermano Elías -replicó él- no quiere venir; vete, pues, y dile al hermano Francisco que yo he venido para hablar con él; pero, como no quiero interrumpir su oración, dile que me mande al hermano Elías.
Entonces, el hermano Maseo fue a encontrar al hermano Francisco, que estaba orando en el bosque con el rostro elevado hacia el cielo, y le comunicó toda la embajada del joven y la respuesta del hermano Elías. Aquel mancebo era un ángel de Dios en forma humana. Entonces, San Francisco, sin cambiar de postura ni bajar la cabeza, dijo al hermano Maseo:
-- Anda y dile al hermano Elías que, por obediencia, vaya en seguida a ver a ese joven.
Al oír el hermano Elías el mandato de San Francisco, fue a la puerta muy molesto, la abrió estrepitosamente y dijo al joven:
-- Qué es lo que quieres?
-- Apacíguate primero -le dijo el joven-, porque veo que estás alterado. La ira oscurece la mente y no le permite discernir la verdad.
-- ¡Dime de una vez lo que quieres! -insistió el hermano Elías.
-- Te pregunto -continuó el joven- si es lícito a los seguidores del santo Evangelio comer de lo que les ponen delante, como lo dijo Cristo a sus discípulos (Lc 10,7). Y te pregunto, además, si le está permitido a nadie disponer algo en contra de la libertad evangélica.
-- ¡Eso bien me lo sé yo! -respondió el hermano Elías altivamente-; pero no quiero responderte. Métete en tus cosas.
-- Yo sabría responder a esa pregunta mejor que tú -dijo el joven.
A este punto, el hermano Elías, encolerizado, cerró la puerta con rabia y se fue.
Pero luego comenzó a pensar en la pregunta y dudaba dentro de sí, sin saber qué respuesta dar, ya que, siendo como era vicario de la Orden, había prescrito por medio de una constitución, en desacuerdo con el Evangelio y con la Regla de San Francisco, que ningún hermano de la Orden comiese carne. La cuestión que le había sido planteada iba, pues, expresamente contra él (8). No acertando a ver claro por sí mismo y reflexionando sobre la modestia del joven al decirle que él sabría responder a la cuestión mejor que él, volvió a la puerta y abrió para pedir al joven la respuesta a dicha pregunta; pero ya se había marchado. La soberbia había hecho al hermano Elías indigno de hablar con el ángel.
En esto volvió del bosque San Francisco, a quien todo esto había sido revelado por Dios, y reprendió fuertemente en alta voz al hermano Elías, diciéndole:
-- Haces mal, hermano Elías orgulloso, echando de nosotros a los santos ángeles que vienen a enseñarnos. A fe que temo mucho que esa soberbia te haga acabar fuera de esta Orden.
Y así sucedió, como San Francisco se lo había predicho, ya que murió fuera de la Orden.
Aquel mismo día y en la hora en que el ángel se marchó, este mismo ángel se apareció en aquella forma al hermano Bernardo, que volvía de Santiago y estaba a la orilla de un grande río, y le saludó en su lengua:
-- ¡Dios te dé la paz, buen hermano!
No salía de su extrañeza el hermano Bernardo al ver la apostura del joven y al escuchar el habla de su patria, con el saludo de paz y el semblante festivo.
-- ¿De dónde vienes, buen joven? -le preguntó.
-- Vengo -le respondió el ángel- de tal lugar, donde se halla San Francisco. He ido para hablar con él; pero no he podido, porque estaba en el bosque absorto en la contemplación de las cosas divinas, y no he querido molestarle. En el mismo lugar están los hermanos Maseo, Gil y Elías; y el hermano Maseo me ha enseñado a llamar a la puerta según el estilo de los hermanos. Pero el hermano Elías no ha querido responderme a la pregunta que yo le he hecho; después se ha arrepentido, ha querido escucharme, y no ha podido.
Luego dijo el ángel al hermano Bernardo:
-- ¿Por qué no pasas a la otra parte?
-- Tengo miedo, porque veo que hay mucha profundidad -respondió el hermano Bernardo.
-- Pasemos los dos juntos; no tengas miedo -dijo el ángel.
Y, tomándolo de la mano, en un abrir y cerrar de ojos lo puso al otro lado del río. Entonces, el hermano Bernardo cayó en la cuenta de que era un ángel de Dios, y exclamó con gran reverencia y gozo:
-- ¡Oh ángel bendito de Dios!, dime cuál es tu nombre.
-- ¿Por qué me preguntas por mi nombre, que es maravilloso? -respondió el ángel.
Dicho esto, desapareció, dejando al hermano Bernardo muy consolado, hasta el punto que hizo todo aquel viaje lleno de alegría. Se fijó en el día y en la hora en que se le había aparecido el ángel, y, llegando al lugar donde estaba San Francisco con los compañeros mencionados, les refirió todo punto por punto.
Y conocieron con certeza que era el mismo ángel el que aquel mismo día y en aquella hora se había aparecido a ellos y a él. Y dieron gracias a Dios. Amén.

lunes, 20 de septiembre de 2010

FLORECILLAS 3

Cómo San Francisco,
queriendo hablar al hermano Bernardo,
lo halló todo arrebatado en Dios
El devotísimo siervo del Crucificado, San Francisco, con el rigor de la penitencia y el continuo llorar, había quedado casi ciego y no veía apenas (3). Una vez, entre otras, partió del lugar en que estaba y fue a otro lugar (4), donde se hallaba el hermano Bernardo, para hablar con él de las cosas divinas; llegado al lugar, supo que estaba en el bosque en oración, todo elevado y absorto en Dios. San Francisco fue al bosque y le llamó:
-- ¡Ven y habla a este ciego!
Y el hermano Bernardo no le respondió. Es que estaba con la mente absorta y elevada en Dios, por ser hombre de grande contemplación. Y por lo mismo que tenía gracia particular para hablar de Dios, como lo había comprobado muchas veces San Francisco, deseaba hablar con él. Al cabo de un rato le llamó segunda y tercera vez de la misma manera, pero tampoco ahora le oyó el hermano Bernardo, por lo cual no respondió ni vino a su encuentro. En vista de esto, San Francisco se volvió un tanto desconsolado, muy extrañado y quejoso en su interior de que el hermano Bernardo, habiéndole llamado tres veces, no hubiera venido a su encuentro.
Retiróse con este pensamiento San Francisco, y cuando se hubo alejado un poco, dijo a su compañero:
-- Espérame aquí.
Y se fue a un lugar solitario próximo; se postró en oración, pidiendo al Señor que le revelase por qué el hermano Bernardo no le había respondido. Estando así, le vino una voz de Dios que le dijo:
-- ¡Oh pobre hombrecillo! ¿Por qué te has turbado? ¿Acaso debe dejar el hombre a Dios por la creatura? El hermano Bernardo, cuando tú lo llamabas, estaba conmigo, y por eso no podía ir a tu encuentro ni responderte. No te extrañes, pues, de que no pudiera hablarte, ya que estaba tan fuera de sí, que no oía ninguna de tus palabras.
Recibida esta respuesta de Dios, San Francisco volvió en seguida apresuradamente a donde estaba el hermano Bernardo para acusarse humildemente del pensamiento que había tenido acerca de él.
Al verlo venir hacia sí, el hermano Bernardo le salió al encuentro y se echó a sus pies. San Francisco le obligó a levantarse y le contó con gran humildad el pensamiento y la gran turbación que había tenido contra él y cómo el Señor le había reprendido por ello. Y terminó:
-- Te ordeno, por santa obediencia, que hagas lo que voy a mandarte.
El hermano Bernardo, temiendo que San Francisco le impusiera alguna cosa demasiado fuerte, como solía hacerlo, quiso buenamente evitar aquella obediencia, y le respondió:
-- Estoy pronto a obedecerte, si tú me prometes también hacer lo que yo te mande.
San Francisco se lo prometió. Y dijo el hermano Bernardo:
-- Di entonces, Padre, lo que quieres que yo haga.
-- Te mando por santa obediencia -dijo San Francisco- que, para castigar mi presunción y el atrevimiento de mi corazón, al echarme yo ahora boca arriba, me pongas un pie sobre el cuello y el otro sobre la boca, y así pasarás tres veces de un lado al otro insultándome y despreciándome; sobre todo, me dirás: «¡Aguanta ahí, bellaco, hijo de Pedro Bernardone! ¿De dónde te viene a ti semejante soberbia, siendo una vilísima creatura?» (5).
Oyendo esto el hermano Bernardo, aunque le resultaba muy duro ejecutarlo, para no sustraerse a la santa obediencia, cumplió con la mayor delicadeza que pudo lo que San Francisco le había mandado. Cuando terminó, le dijo San Francisco:
-- Ahora mándame lo que quieres que yo haga, ya que he prometido obedecerte.
-- Te mando, por santa obediencia -dijo el hermano Bernardo-, que siempre que estemos juntos me corrijas y reprendas ásperamente de mis defectos.
San Francisco se asombró de esto, ya que el hermano Bernardo era de tanta santidad, que le inspiraba grande respeto y no lo encontraba digno de reprensión en ninguna cosa. Por esta razón, en adelante San Francisco procuraba no estar mucho con él, a causa de dicha obediencia, a fin de no verse obligado a decir palabra alguna de corrección a quien reconocía adornado de tanta santidad; cuando le venía el deseo de verlo o de oírle hablar de Dios, se apartaba de él lo antes que podía y se iba. Causaba grandísima devoción ver con qué caridad, miramiento y humildad el padre San Francisco trataba y hablaba al hermano Bernardo, su hijo primogénito.
En alabanza y gloria de Cristo. Amén.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

FLORECILLAS 2

Cómo messer Bernardo,
primer compañero de San Francisco,
se convirtió a penitencia
El primer compañero de San Francisco fue el hermano Bernardo de Asís, cuya conversión fue de la siguiente manera: San Francisco vestía todavía de seglar, si bien había ya roto con el mundo, y se presentaba con un aspecto despreciable y macilento por la penitencia; tanto que muchos lo tenían por fatuo y lo escarnecían como loco; sus propios parientes y los extraños lo ahuyentaban tirándole piedras y barro; pero él soportaba pacientemente toda clase de injurias y burlas, como si fuera sordo y mudo. Messer Bernardo de Asís, que era de los más nobles, ricos y sabios de la ciudad, fue poniendo atención en aquel extremo desprecio del mundo y en la gran paciencia de San Francisco ante las injurias, y, viendo que, al cabo de dos años de soportar escarnios y desprecios de toda clase de personas, aparecía cada día más constante y paciente, comenzó a pensar y decirse a sí mismo:
-- Imposible que este Francisco no tenga grande gracia de Dios.
Y así, una noche lo convidó a cenar y a dormir en su casa. Y San Francisco aceptó; cenó y durmió aquella noche en casa de él.
Entonces, messer Bernardo quiso aprovechar la ocasión para comprobar su santidad. Le hizo preparar una cama en su propio cuarto, alumbrado toda la noche por una lámpara. San Francisco, con el fin de ocultar su santidad, en cuanto entró en el cuarto, se echó en la cama e hizo como que dormía; poco después se acostó también messer Bernardo y comenzó a roncar fuertemente como si estuviera profundamente dormido. Entonces, San Francisco, convencido de que dormía messer Bernardo, dejó la cama al primer sueño y se puso en oración, levantando los ojos y las manos al cielo, y decía con grandísima devoción y fervor: «¡Dios mío, Dios mío!» Y así estuvo hasta el amanecer, diciendo siempre entre copiosas lágrimas: «¡Dios mío!», sin añadir más (2). Y esto lo decía San Francisco contemplando y admirando la excelencia de la majestad divina, que se dignaba inclinarse sobre el mundo en perdición, y se proponía proveer de remedio, por medio de su pobrecillo Francisco, a la salud suya y de tantos otros. Por esto, iluminado de espíritu de profecía, previendo las grandes cosas que Dios había de realizar mediante él y su Orden y considerando su propia insuficiencia y poca virtud, clamaba y rogaba a Dios que con su piedad y omnipotencia, sin la cual nada puede la humana fragilidad, viniera a suplir, ayudar y completar lo que él por sí mismo no podía.
Messer Bernardo veía, a la luz de la lámpara, los actos de devoción de San Francisco, y, considerando con atención las palabras que decía, se sintió tocado e impulsado por el Espíritu Santo a mudar de vida. Así fue que, llegado el día, llamó a San Francisco y le dijo:
-- Hermano Francisco: he decidido en mi corazón dejar el mundo y seguirte en la forma que tú me mandes.
San Francisco, al oírle, se alegró en el espíritu y le habló así:
-- Messer Bernardo, lo que me acabáis de decir es algo tan grande y tan serio, que es necesario pedir para ello el consejo de nuestro Señor Jesucristo, rogándole tenga a bien mostrarnos su voluntad y enseñarnos cómo lo podemos llevar a efecto. Vamos, pues, los dos al obispado; allí hay un buen sacerdote, a quien pediremos diga la misa, y después permaneceremos en oración hasta la hora de tercia, rogando a Dios que, al abrir tres veces el misal, nos haga ver el camino que a Él le agrada que sigamos.
Respondió messer Bernardo que lo haría de buen grado. Así, pues, se pusieron en camino y fueron al obispado. Oída la misa y habiendo estado en oración hasta la hora de tercia, el sacerdote, a ruegos de San Francisco, tomó el misal y, haciendo la señal de la cruz, lo abrió por tres veces en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Al abrirlo la primera vez salieron las palabras que dijo Jesucristo en el Evangelio al joven que le preguntaba sobre el camino de la perfección: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y luego ven y sígueme (Mt 11,21). La segunda vez salió lo que Cristo dijo a los apóstoles cuando los mandó a predicar: No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni calzado, ni dinero (Mt 10,9), queriendo con esto hacerles comprender que debían poner y abandonar en Dios todo cuidado de la vida y no tener otra mira que predicar el santo Evangelio. Al abrir por tercera vez el misal dieron con estas palabras de Cristo: El que quiera venir en pos de mí, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16,24). Entonces dijo San Francisco a messer Bernardo:
-- Ahí tienes el consejo que nos da Cristo. Anda, pues, y haz al pie de la letra lo que has escuchado; y bendito sea nuestro Señor Jesucristo, que se ha dignado indicarnos su camino evangélico.
En oyendo esto, fuese messer Bernardo, vendió todos sus bienes, que eran muchos, y con grande alegría distribuyó todo a los pobres, a las viudas, a los huérfanos, a los peregrinos, a los monasterios y a los hospitales. Y en todo le ayudaba, fiel y próvidamente, San Francisco.
Viendo uno, por nombre Silvestre, que San Francisco daba y hacía dar tanto dinero a los pobres, acuciado de la codicia, dijo a San Francisco:
-- No me has terminado de pagar aquellas piedras que me compraste para reparar las iglesias; ahora que tienes dinero, págamelas.
San Francisco se sorprendió de semejante avaricia, y, no queriendo altercar con él, como verdadero cumplidor del Evangelio, metió las manos en la faltriquera de messer Bernardo y, llenándolas de monedas, las hundió en la de messer Silvestre, diciéndole que, si más quisiera, más le daría.
Messer Silvestre quedó satisfecho y se fue con el dinero a casa. Pero por la noche, al recordar lo que había hecho durante el día, se arrepintió de su avaricia y se puso a pensar en el fervor de messer Bernardo y en la santidad de San Francisco; a la noche siguiente y por otras dos noches recibió de Dios esta visión: de la boca de San Francisco salía una cruz de oro, cuya parte superior llegaba hasta el cielo, mientras que los brazos se extendían del oriente al occidente. Movido por esta visión, dio, por amor de Dios, todo lo que tenía y se hizo hermano menor; y llegó en la Orden a tanta santidad y gracia, que hablaba con Dios como un amigo habla con su amigo, como lo comprobó repetidas veces San Francisco y se dirá más adelante.
Asimismo, messer Bernardo recibió de Dios tanta gracia, que con frecuencia era arrebatado en Dios durante la contemplación; y San Francisco decía de él que era digno de toda consideración y que era él quien había fundado esta Orden, porque fue el primero en abandonar el mundo sin reservarse cosa alguna, sino dándolo todo a los pobres de Cristo; él fue el iniciador de la pobreza evangélica al ofrecerse a sí mismo, despojado totalmente, en los brazos del Crucificado.
El cual sea bendecido de nosotros por los siglos de los siglos. Amén.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Florecillas 1

Los doce primeros compañeros de San Francisco
Primeramente se ha de considerar que el glorioso messer San Francisco, en todos los hechos de su vida, fue conforme a Cristo bendito; porque lo mismo que Cristo en el comienzo de su predicación escogió doce apóstoles, llamándolos a despreciar todo lo que es del mundo y a seguirle en la pobreza y en las demás virtudes, así San Francisco, en el comienzo de la fundación de su Orden, escogió doce compañeros que abrazaron la altísima pobreza.
Y lo mismo que uno de los doce apóstoles de Cristo, reprobado por Dios acabó por ahorcarse, así uno de los doce compañeros de San Francisco, llamado hermano Juan de Cappella, apostató y, por fin, se ahorcó. Lo cual sirve de grande ejemplo y es motivo de humildad y de temor para los elegidos, ya que pone de manifiesto que nadie puede estar seguro de perseverar hasta el fin en la gracia de Dios.
Y de la misma manera que aquellos santos apóstoles admiraron al mundo por su santidad y estuvieron llenos del Espíritu Santo, así también los santísimos compañeros de San Francisco fueron hombres de tan gran santidad, que desde el tiempo de los apóstoles no ha conocido el mundo otros tan admirables y tan santos. En efecto, alguno de ellos fue arrebatado hasta el tercer cielo, como San Pablo, y éste fue el hermano Gil; a otro, el hermano Felipe Longo, le fueron tocados los labios con una brasa, como al profeta Isaías; otro, el hermano Silvestre, hablaba con Dios como lo hace un amigo con su amigo, como lo hacía Moisés; otro volaba con la sutileza de su entendimiento hasta la luz de la sabiduría divina como el águila, o sea, Juan Evangelista, y éste fue el humildísimo hermano Bernardo, que explicaba con gran profundidad la Sagrada Escritura; otro fue santificado por Dios y canonizado en el cielo cuando aún vivía en la tierra, y éste fue el caballero de Asís hermano Rufino (1).
Y así, todos se distinguieron por singulares señales de santidad, como se irá viendo seguidamente

cántico de las criaturas

martes, 31 de agosto de 2010

lunes, 30 de agosto de 2010

San Damian, Oasis de paz, liron


SAN DAMIÁN, OASIS DE PAZ
por Agustín Gemelli, o.f.m.
.
San Damián es una revelación para toda alma que ha recibido de Dios el gran beneficio de la vocación franciscana. Quien allí va, si a pesar de haber recibido el don de esta vocación, no ha tenido hasta entonces conciencia de él, descubre en sí, con dulce maravilla, el precioso don que el Señor le ha hecho. Si más afortunado, ya se ha colocado en este camino, comprende en cambio más profunda y más íntimamente qué es el franciscanismo y se siente atraído hacia él. Las pobres piedras de San Damián poseen una elocuencia que desde hace siglos habla a las almas sin dar jamás señales de enmudecer.
También yo conservo un vivo recuerdo de la intensa emoción que experimenté la primera vez que acudí a rezar a este santuario de pobreza y de amor. A los grandes y celebrados santuarios prefiero -no me juzguen mal- la paz silenciosa de las pequeñas iglesias ignoradas de nuestros pobres conventos de campaña. En verdad hay mucha gente en los santuarios; pero sobre todo hay mucha gente que va a los santuarios como podría ir al mercado, a hacer un negocio: a asegurarse lo que desean. En realidad, el confundirse con la muchedumbre, el unir el propio canto al que sale de miles de pechos, el sentirse apretados, golpeados, sofocados alrededor de un altar, tiene su ventaja; si se consigue vencer las repugnancias que surgen de esa promiscuidad que repele a nuestros hábitos de hombres esclavos de la molicie de la vida moderna, se es recompensado inmediatamente del pequeño sacrificio y de la modesta victoria en la lucha librada contra nosotros mismos; una ola de entusiasmo invade el alma; ya no se nos reconoce. Mas para llegar a esto es necesario un esfuerzo; es preciso vencer todas las resistencias que nuestro amor propio acumula al paso de nuestras resoluciones. El rezar en los santuarios sólo resulta fructuoso si se tiene el coraje de vencer de un golpe todo aquello que parece impedir que nos recojamos en la meditación. Por esto he sentido siempre la debilidad de la repugnancia por las visitas a los santuarios; y si bien mi desconfianza fue vencida todas las veces, y todas las veces recogí copiosas las gracias espirituales, sin embargo, prefiero siempre figurarme los santuarios desde lejos; imaginármelos en la historia, que es su gloria, y en la leyenda que es la expresión de su belleza. Por esto llegué a ser casi viejo en años sin haber acudido jamás ni a Asís ni al Alvernia, temeroso de ver turbada u ofuscada la visión que de ellos me había hecho y que me era muy cara.
Llegué a San Damián, por primera vez, en diciembre de 1918, conducido más por la fuerza de los acontecimientos que por propia voluntad.
Llegado a Asís, no pude contemplar el panorama de la ciudad, envuelta en bruma por una llovizna espesa, persistente y pegajosa. Sin pedir indicación alguna a los raros transeúntes, reconstruyendo por el recuerdo de las lecturas hechas, salí por la Puerta Nueva. Por aquí, me dije, salió un día San Francisco inmediatamente después de haber dicho adiós al mundo, ante el Obispo de Asís, y después de haber contraído fidelísimas nupcias con esa esposa que tanto amó y que tanto hizo amar: la dama Pobreza. El resultado humano de dicho episodio fue la ligera ira que se apoderó de ese buen hombre de corta visión cual era su padre Bernardone; pero sobre todo, para el joven hijo de Bernardone, fue la dedicación inmediata y con la plenitud de sus fuerzas a su gran misión. Salió, pues, de Asís en aquella clara mañana primaveral, cuando aún los restos de nieve no habían desaparecido en los bosques y en las cuestas del Subasio; salió de allí cantando el himno al Gran Rey, de quien se sentía heraldo. San Francisco -me dije- es el gran heraldo del ejército de la penitencia y yo quiero decididamente seguir su huella. Mas ¿cómo vencer la resistencia de las pasiones? ¿Comprenderé esto en San Damián? ¿Me concederá Dios la gracia necesaria para tomar una firme resolución que me ponga, sin tergiversaciones y sin transacciones, en este camino?
Con estos pensamientos emprendo veloz la marcha por el tortuoso sendero que conduce, en rápida bajada, a San Damián. Silencio y olivos; pero allá, donde éstos se hacen más raros, se me presentó como una aparición y de súbito, en una abertura improvisada de las nubes, una inolvidable visión sobre el valle: he ahí el largo y tortuoso camino blanco que desciende de la ciudad, y, en una curva, la cúpula de Santa María de los Angeles.
Sabía que en San Damián no me esperaban singulares bellezas de arte, y que esas pocas cosas que recuerdan el pasado son allí tan sencillas y primitivas que, para ser comprendidas, no tienen necesidad de ser largamente meditadas. La plazoleta rodeada de severos muros, era un lago de agua; una rápida mirada al pequeño y desgarbado monumento que recuerda a Santa Clara, a la fachada de la iglesia cortada oblicuamente por piedras rojizas malamente recortadas a las que el agua daba un tinte sanguinolento.
Una rápida concentración bastó para prepararme a la visión que me esperaba. Heme aquí en la iglesia oscura. Los frailes, en el coro, recitan el oficio divino; pausadamente y sin prisa se suceden los versículos con el ritmo uniforme que una débil espineta marca suavemente. Lo sombreado de las paredes y la obscuridad del día no me permitían distinguir gran cosa. No importa; no buscaba sino una cosa. Sobre el crucifijo bizantino, que desde lo alto vuelve hacia el que reza arrodillado su mirada profundamente humana, la lámpara del Santísimo despedía un reflejo centelleante. No necesitaba ver. Sabía. Sabía todo. Recordaba todo. Y lo que buscaba estaba allí vivo, sin palabras, pero vivo: era él: San Francisco de Asís, patriarca de los pobres, varón católico y del todo apostólico, mi dulce padre. Y dejé libre el camino a los recuerdos y a los sentimientos.
Aquí Francisco, hijo de Bernardone, escuchó el aviso divino que lo llamaba a reparar la casa que se derrumbaba; aquí el misterio de la conversión se operó en esa alma bendita; aquí se puso ingenuamente a transportar piedra sobre piedra para reparar la iglesia. Y, después de él, ¡para cuántos hombres esta pobreza, esas piedras toscas, irregulares, ese aspecto primitivo, conservado intacto a pesar de los siglos transcurridos, ha sido la elocuente expresión de la voluntad divina! ¡Cuántas generaciones de hijos de San Francisco han pasado por aquí y han gustado la dulzura de unirse a Dios cumpliendo sus promesas a ejemplo del padre!
Los frailes cantan ahora un himno festivo de motivo simple. Vuelto en mí, sentí el rostro inundado de lágrimas. Obraba en mí el silencio en que Dios habla misteriosamente a las almas; el silencio en el que las almas pueden escuchar, hacer vivo dentro de sí hasta traducir en actividad fecunda el fervor por nuevas obras. No sé cuánto tiempo permanecí así. Sólo sé que también aquella vez experimenté que San Francisco posee la virtud de hacernos sentir a través de él, inmediatamente, lo que el estudio, la oración, la meditación no consiguen muchas veces hacernos comprender: el infinito amor a Dios, la admiración hacia la universalidad de la Iglesia, el amor a los hermanos, a todos los hermanos, el deber de la inmolación en una vida consagrada a los demás, para bien del que sufre, del que tiene ansias de vida espiritual, del que tiene sed de consuelo, del que cae por falta de valor. San Francisco hace comprender todo esto de un modo simple. Abre sus brazos, nos muestra sus manos llagadas, vuelve hacia nosotros su rostro cubierto de lágrimas y sin embargo inundado de dulce serenidad; y, mientras se mira aquel pobre cuerpo consumido, mientras se escuchan aquellas humildes y simples palabras que sus primeros hijos nos han conservado en el Espejo de Perfección, en las Florecillas o en alguna Vida del Santo -sean esos hijos Celano o San Buenaventura o Fray León-, se siente el corazón inundado de una nueva dulzura que nos descubre interiormente esta admirable vocación franciscana hecha de nada, tan tenues son sus elementos, tanto escapa ella misma al análisis, pero que, una vez comprendida, nos lleva a una vida en la que el amor a Dios se vuelve amor al prójimo y el deseo de una vida pobre se convierte en instrumento para amar aún más a Aquel que sólo puede ser amado con toda la fuerza de nuestra alma.
Abramos al acaso el Espejo de Perfección del verdadero Hermano Menor, de fray León, ovejuela de Dios, y leamos: «San Francisco decía que sería buen Hermano Menor aquel que conjuntara la vida y cualidades de estos santos hermanos, a saber, la fe del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la poseyó en grado perfecto; la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pureza; la cortesía del hermano Ángel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y estuvo adornado de toda cortesía y benignidad; la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota, del hermano Maseo; la elevación de alma por la contemplación, que el hermano Gil tuvo en sumo grado; la virtuosa y continua oración del hermano Rufino, que oraba siempre sin interrupción, pues, aun durmiendo o haciendo algo, estaba siempre con su mente fija en el Señor; la paciencia del hermano Junípero, que llegó al grado perfecto de paciencia por el perfecto conocimiento de su propia vileza, que tenía siempre ante sus ojos, y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de cruz; la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi, que en su tiempo fue el más fuerte de todos los hombres; la caridad del hermano Rogerio, cuya vida toda y comportamiento estaban saturados en fervor de caridad; la solicitud del hermano Lúcido, que fue en ella incansable; no quería estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en él, luego salía, diciendo: "No tenemos aquí la morada, sino en el cielo"» (EP 85).
Esta es la vida franciscana. Pero no todos la entienden. Muchas veces he visto llegar a San Damián pensadores y hombres de ciencia, guiados por sabios conocedores del arte, y volverse sin haber comprendido nada del alma que existe dentro de estos muros, sin recoger nada de la elocuencia de su pobreza. En cambio, he visto a pobre gente venir desde lejos, buscando al verdadero San Francisco, al San Francisco de la pobreza y de la penitencia; llegar aquí, rezar largamente con lágrimas, comprender de inmediato y sentirse cómodos aquí adentro, dilatando el alma en una inmediata visión de lo que constituye la esencia del Franciscanismo: un más vivo, un más inmediato, un más pronto amar a Dios.
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San Damián tiene una belleza peculiar: los cipreses que sobresalen de sus murallas se distinguen entre miles; el conjunto pobre de este convento se perfila desde lejos entre los olivos; su pequeña campana de timbre característico despierta ecos en todo el valle de Espoleto; los montes constituyen a su alrededor una cornisa en la que degradan los tintes propios de Umbría, motivos fundamentales de ese paisaje también pobre que no se olvida fácilmente y que posee esa serena y particular belleza que embarga inmediatamente el corazón.
San Damián, como todos los grandes monumentos de la historia, tiene sus enamorados que vuelven a menudo a él; no se sienten atraídos a Asís por las bellezas de la naturaleza ni del arte; peregrinos del espíritu, vienen a reconfortarse dentro de estos muros y entre estos recuerdos. Ni siquiera suben a la ciudad; no se detienen ante las maravillas artísticas de la gran Basílica que conserva el cuerpo del Santo; acuden bajo la cúpula del Vignola en busca de la Porciúncula, lo que basta para alcanzar la indulgencia; vienen a San Damián, directamente de la estación ferroviaria, a través de los campos y olivares, y si a veces están obligados a ir a la ciudad, escogen las callejuelas que han conservado la fisonomía antigua y en las que se tiene la ilusión de encontrar, en alguna de sus vueltas, sentado sobre el umbral de una pobre casa, a San Francisco, comiendo los restos mendigados de puerta en puerta por amor de Dios; o bien, verlo desembocar en una pequeña plaza seguido de un séquito de rapazuelos que escarnecen al "loco de amor a Dios".
Estos románticos de la vida espiritual son los amantes de San Damián; amantes silenciosos que desahogan su ímpetu de religión permaneciendo largas horas en rezos y meditaciones; almas que habrían encontrado su lugar en un pobre convento franciscano, cumpliendo humildes tareas, vistiendo esta áspera túnica que nos hace gratos a todos; almas a quienes, en cambio, los vaivenes de la vida envuelven en el tumulto de las cosas de este mundo. Vuelven repetidas veces a San Damián. No preguntan nada a nadie; no necesitan de doctas explicaciones; sólo piden la palabra de un confesor; asisten a la Santa Misa desde un ángulo; reciben la Hostia de paz; conocen ciertos rincones y rinconcitos que constituyen la característica de San Damián y a propósito de los cuales la historia o la leyenda, o ambas a la vez, evocan episodios notorios a los conocedores de la primitiva literatura franciscana. Vienen estos peregrinos a San Damián; beben a grandes sorbos el aire de aquí adentro; vuelven luego otra vez al mundo a trabajar, a sufrir, a amar; se marchan con los ojos llenos de lágrimas, volviéndose a cada paso para saludar con un gesto. Adiós, cuna de la vida franciscana, nido de pobreza; adiós, amado huertecito donde Francisco compuso el Cántico del hermano Sol; adiós, pequeña celda donde murieron Sor Clara, Sor Inés, Sor Bentivoglia, Sor Coleta, Sor Beatriz y Sor Amada; donde fray Gil, sabio y docto, bajó del púlpito para que predicara fray Junípero; donde fray León, ovejuela de Dios, llegaba cada día para conversar con Santa Clara sobre su Padre; adonde llegó fray Maseo para confiar sus angustias, las angustias de los "Espirituales" a Santa Clara, ya avanzada en edad, pero siempre pronta a consolar a los hijos de su Padre, San Francisco.
Estos visitantes son frailes, monjas, sacerdotes, laicos, jóvenes, viejos, hombres ilustres, pobres campesinos, sabios, ignorantes. Los hay de todas las clases, como en la primitiva vida franciscana; cuando aquí se encuentran, olvidan toda su vida y sus preocupaciones; se entienden sin palabras, oran juntos, con la misma sencillez de corazón; se sienten hermanos, nada más que hermanos, en este gran amor por Dios que San Francisco enciende en ellos.
La paz, el silencio de San Damián no existen en ningún otro santuario franciscano, ni siquiera en el Alvernia, ni siquiera en la Porciúncula, ni siquiera ante la tumba del Santo. Es un silencio que sólo aquí se llena de grandes cosas; sólo aquí fermenta en propósitos santos. Quien no ha visto, quien no comprende estas cosas, no puede darse cuenta de la eficacia que poseen sobre el alma estos rincones y rinconcitos que constituyen San Damián; y es tan vano mi afán por definirlo, a pesar de mi vocación franciscana, como sería ineficaz la palabra de un literato. Así es, y no se puede explicar.
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Uno de estos rincones y rinconcitos es una pequeña habitación llamada coro de Santa Clara. Es difícil imaginarse nada más pobre. Ha sido construida con materiales recolectados del más diverso origen. El coro está construido con maderas mal encuadradas; el altar es un plinto, posiblemente de origen no cristiano. Como nota vivaz de color no hay más que un fresco de mediocre composición que representa la crucifixión según la tradición franciscana. Una pequeña ventana, sobre cuyos vidrios se adivinan algunas descoloridas figuras, proporciona luz a la habitación. Y, sin embargo, ¡hay tanta poesía en este pequeño coro! ¡Generaciones enteras han pasado por él, se ha rezado tanto en él! Refiere una piadosa leyenda que en el corredor que lleva al coro de Santa Clara aún ahora se siente un perfume indefinido. Allí están sepultadas las primeras compañeras de la Santa. El perfume existe, y es el perfume de las dulces memorias de esta mujer a quien el espíritu franciscano debe tanto. Formada e instruida en la vida interior por tan gran maestro, sintió tan intensamente la influencia de su doctrina, que se atrevió a levantar su voz para obtener de los Papas que el voto de rigurosa pobreza, dulce herencia de su maestro, no fuera atenuado. Luchó a la cabeza de aquellos hijos del Santo que más fuertemente conservaban el espíritu de sus enseñanzas y fue el nervio de esa tradición en la que habrían de formarse hombres como San Antonio de Padua, San Buenaventura de Bagnoregio, San Bernardino de Siena, San Pascual Bailón, San Diego, San Jaime de la Marca, San Francisco Solano, San Juan de Capistrano, San Leonardo de Puerto Mauricio.
En el pequeño coro de Santa Clara, se revela a quien lo busca con espíritu de amor, el dulcísimo misterio de la pobreza, fuente de todo consuelo. Es preciso entrar allí, arrodillarse, tener en las manos el Espejo de Perfección,que según algunos doctos fue escrito por fray León, ovejuela de Dios, pero que en realidad proviene de ese grupo de hijos más allegados al maestro, de cuya doctrina fueron, a su muerte, tenaces defensores contra quienes pretendían negar a los Frailes Menores el privilegio de la pobreza. Es preciso leer los primeros capítulos: "Cómo el bienaventurado Francisco respondió a los ministros que no querían someterse a la observancia de la Regla que les había escrito" (EP 1). "Cómo el bienaventurado Francisco declaró la voluntad e intención que tuvo, desde el principio hasta el fin, acerca de la observancia de la pobreza" (EP 2). "Del novicio que deseaba tener un salterio con su licencia" (EP 4). "Del modo de guardar la pobreza en libros, camas, casas y enseres" (EP 5). "Cómo hizo salir a todos los hermanos de una casa que era llamada casa de los hermanos" (EP 6). "Cómo quiso derribar una casa que el pueblo de Asís había levantado junto a Santa María de la Porciúncula" (EP 7). "Cómo no quería morar en celda curiosa o que llamaran suya" (EP 9)... A mitad de la lectura ya no se sigue adelante; frente al misterio de la muerte se perfila más nítida la nulidad de nuestra vida, con sus molicies, con las mil exigencias que la animan; se comprende cómo debe entrarse despojado en el reino de los cielos, cómo en ésta misma vida, cuanto más atados vivimos a los intereses del mundo tanto menos comprendemos a Dios. La pobreza, no como fin de sí misma o como característica fundamental del espíritu franciscano, según alguno ha enseñado erróneamente, sino como escala maravillosa para ascender hasta Dios, como medio para poderlo amar con toda la plenitud de nuestra alma en una inmolación continuamente renovada; la pobreza, así entendida, es el medio precioso gracias al cual el divino Amigo se da a nosotros con todos los dones de su gracia e, invadiendo nuestra alma, se convierte en su dueño y Rey, confiriendo a esta pobre existencia nuestra el altísimo valor de una ofrenda indigna, pero, sin embargo, aceptada y aun buscada para el triunfo de su reino.
Una noche, mientras celebraba Misa en el pequeño coro de Santa Clara para un grupo de almas piadosas que se reunieron para ingresar en la seráfica milicia, la mano gentil de un fraile esparció en abundancia sobre el pavimento pétalos y hojas. Era invierno, pero el huerto de los frailes había conservado las rosas y el laurel para esta fiesta de fe. El aire pronto se impregnó de dulce y penetrante perfume. Un canto suave y quedo celebraba las glorias del Rey que deseó nacer pobre, que se contentó con el homenaje de pobres pastores, que al despuntar de cada día renueva en los altares el misterio de la cruz por la salvación de las almas. Con esos cantos, con esas oraciones, esas almas se consagraban a Él, ofreciéndole, junto con la juventud del cuerpo, las esperanzas del alma y los propósitos y fines de trabajo. Las palabras brotan de sus pechos en sollozos: «Prometo y hago voto de vivir durante toda mi vida según la Regla del padre San Francisco...» La palabra del sacerdote desciende sobre ellos: «Y yo, de parte del Altísimo, te prometo la vida eterna». El recuerdo de esa noche de oración me persigue. Pues bien, todo se aclara ahora en la mente; Francisco quiso que fuésemos pobres para comprender la gran lección que Nuestro Señor Jesucristo nos dio desde lo alto de la cruz: la vida ha de ser una continua ofrenda, un sacrificio de inmolación continuamente renovado.
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Pero hay un rincón en San Damián donde la emoción embarga aún más el corazón y parece atenazarlo tan fuertemente que ahoga la respiración. Se llega a él por una pequeña escalera empinada y obscura que conduce a lo que era el oratorio y el dormitorio de las hermanas, las "damas pobres".
En mitad de la escalera se debe inclinar la cabeza para pasar, hasta llegar a una puerta baja y amplia; nos encontramos de improviso sobre una pequeña terraza llena de luz, de sol, de colores. Es un rectángulo de un par de metros, encerrado entre los muros de la Iglesia y del coro, abierto sobre el valle, por todas partes flores y flores y flores que la piedad de los novicios recoge en cada estación. Lo llaman el jardín de Santa Clara; que yo sepa, ningún documento escrito nos habla de él. La tradición, trasmitida de siglo en siglo, de los frailes viejos a los frailes jóvenes, cuenta que Santa Clara, llegada a sus últimos años de vida, venía aquí a descansar, a rezar. Desde ese jardín el horizonte se presenta de improviso ante los ojos, dividido en dos por un grupo de cipreses que se mecen altos en el cielo. Un cielo de un color singular: lo componen miles de tintes transparentes, diáfanos, que van degradando hasta confundirse con las colinas de los alrededores; he ahí Perusa, allá Bevagna, aquí Montefalco; ahí abajo Rivotorto, más acá Spello, Trevi, Espoleto. ¡Cuántos recuerdos! He ahí el campo de la primera acción del Padre San Francisco; el lugar de las santas memorias de su vida; he aquí este suave paisaje franciscano. Se está bien aquí. La paz asume todo su altísimo significado.
El ferrocarril, que corre rápido en medio del valle, nos llama a otros pensamientos, nos recuerda que nuestra vida no se consuma aquí en este asilo de oración, en el silencio, sino lejos, en el fervor del afanoso trabajo cotidiano, en un trabajo que agota, que no da paz, pero que llega a Dios como una oración, enteramente cumplido para gloria suya en el tormento de sentir siempre las fuerzas desproporcionadas a la tarea, trabajo exaltado por el deseo abrasador de conquistar nuevas almas para Dios, trabajo muchas veces amargado por la comprobación de nuestra insuficiencia frente a la misión a que nos llama Dios. He aquí la vida: un consumirse poco a poco en los caminos del mundo, por donde San Francisco nos manda, para servir con alegría al Señor

lunes, 23 de agosto de 2010

Hola chicos!

aquí tenemos nuestro blog, para empezar a compartir todo aquello que queramos. Para muestra una foto de todos juntos 


Besos!!!

eva